Vuelvo aquí, esta vez con uno al que he considerado de mis preferidos.
Si hay algún lector de las Campiñas de Fresas, comprobará que un fragmento del relato es una modificación de una parte de una antigua historieta. Sin más, espero que os guste.
Mil gracias.
(recomiendo poner la música para escucharla mientras se lee).
El sonido de unos tacones rompía el umbroso silencio instalado entre unas paredes de frío mármol blanco, cuyo helor era templado por las grandes lámparas, emisoras de una cálida luz cenital, invitando a la gente a recorrer las grandes estancias del palacio y contemplar Versalles en todo su esplendor.
El borgoña de las alfombras complementaba los bucles de unos cabellos ígneos cuyo fin se perdía entre los pliegues de sus caderas, cubiertas por brocados y terciopelo gris. Las tupidas cortinas, también granates, conformaban un espacio cálido, ambientado también por el fuego que ardía en el hogar y una serie de divanes situados cerca de éste.
Cruzó una puerta que daba lugar a otra estancia.
Dorado. Ahora la luz entraba a través de los inmensos ventanales, proyectando infinidad de líneas translúcidas, como finos dedos que acarician el rostro de los numerosos amorcillos instalados en el techo abovedado. Los inmensos lamparones colgaban del techo, desafiando a la gravedad y al fatal destino de terminar estrellados contra el suelo, ampliando el contraste en las sombras, entre los detalles geométricos y vegetales de arcos y columnas. Decenas de rostros hieráticos posaban la vista en alguna parte, siendo vigías constantes de todo lo que ocurría en aquellos pasillos.
Se perdió en cada uno de aquellos rostros níveos, se olvidó en sus pupilas, profundas; en sus peinados y ropajes, e imaginó el alma etérea que una vez pudo encarnar cada una de ellos.
Aquel manto de belleza y majestuosidad la envolvió en una especie de halo, transportándola a un mundo paralelo tres siglos atrás. El recuerdo de varias generaciones de Borbones estaba plasmado en las bellas obras pictóricas de las paredes.
Quedó poseída por un alma ajena, eterna en el tiempo, etérea en el espacio. Se olvidó de su propia identidad, de su verdadera profesión y status, y se encarnó en una joven de la corte francesa, realizando un papel que no le correspondía, perdiéndose entre aquellos muros recubiertos con resplandeciente dorado.
A medida que avanzaba iba vislumbrando el exterior a través de los ventanales. Los vastos jardines se perdían más allá del horizonte, dibujando en el infinito una delgada línea roja donde el crepúsculo cubría la vegetación.
Rodeado de agua y subido en su carro se alzaba altivo el imponente Neptuno. Mientras, Apolo, subido en su podio, permanecía hermosamente perenne al tiempo. Detrás de él: el Gran Canal, cuya superficie estaba plagada de cientos de diamantes que se teñían de escarlata y dorado al incidir la luz del ocaso sobre ellos.
Comenzó a ascender por una gran escalinata de piedra, deslizando su mano, enmarcada con puntillas e hilo plateado, por la lisa superficie de la balaustrada.Conforme avanzaba, la música procedente de su destino llegaba a sus oídos.
Dos hombres con ropajes del siglo XVIII estaban apostados a las puertas de una gran sala para dar la bienvenida a los invitados.
Dentro, el lujo y la ostentación eran aún más patentes si cabía; todo resplandecía con una complicidad histórica para ambientar la noche de un baile de máscaras venecianas.
Se puso su máscara para encarnarse en un cisne y se adentró en aquella danza de terciopelo, brocados y plumas de colores. A su alrededor pasaban, como espectros, gentes extrañas con frívolas sonrisas que bien parecían irónicas; personajes que emitían risotadas estridentes con gestos altivos propios de la desgastada nobleza. Gentes oscuras que asemejaban a los fantasmas de los que alguna vez habitaron ese palacio.
Su cabello, suavemente recogido dejando caer tan sólo unas cuantas ondas cobrizas, dejaba al descubierto un cuello esbelto, cuya nívea piel se hacía irresistible a la vista de un misterioso hombre que se acercaba.
El apuesto desconocido, vestido con un traje de época en terciopelo azul marino, le clavó unos profundos ojos verdes que brillaban por debajo de su máscara de pavo real, provocándole un escalofrío que se deslizó por toda su columna.
Mensajes cifrados enviados mediante gestos con un abanico fueron el preludio de los roces sutiles con la yema de unos dedos, para terminar perdiéndose en el duelo de miradas bajo unas máscaras que escondían el secreto de su identidad...
Un torbellino de sensaciones la envolvió por completo: euforia, excitación, algarabía, sensualidad, deseo...
Todo envuelto en un halo de misterio, burla, magia y secreto...