Te he visto sonreír, e, irremediablemente mi cordura y mi compostura se han esfumado. De hecho, no pude evitar regalarte la caricia más tierna que tengo en mi poder. Tampoco pude no quedarme embobada mirando cada pliegue de tu escultura.
Soplé flojito, sin que apenas lo notaras -solo se movió la comisura de tus labios- y todo el vello ondeó suave, dejando destellos dorados por toda la piel bronceada. Además, por si fuera poco, aspiré tu olor, apartando, muy lejos, los últimos resquicios de sensatez que me quedaban, y aún ahora, los ando buscando.
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