Aspiraba amaneceres, suspiraba ocasos.
Coco adoraba las tardes al sol. Las de quedarse a dos centímetros del precipicio de sus labios y despeñarse por el enhiesto acantilado de su cuello.
Le encantaba dorarse con su propia luz, la que desprendía Leo. Fuerte y tímida a la vez, como miles de candelas de titilante llama, manteniendo una rítmica oscilación entre carnes morenas y vello dorado que siempre conseguía hipnotizarla. A veces se dejaba abandonar al balanceo de sus brazos entre mareas de agua con cloro y espuma artificial. Y a cada broma, Coco se reía con una risa fácil que salía a borbotones de su boca, llenándolo todo de clima cálido y apacible. Era como si se hubiera metido bolitas de algodón en la boca, y entonces los carrillos se le hinchaban, rellenando los hoyuelos que solían salirle. A Leo, esos carrillos, esas carnes y esa boca le sacudían los nervios y las nalgas, revitalizándole la vida por dentro y por fuera.