Sintió un pinchazo en el centro de su pecho, un poco hacia el lado izquierdo. Le gustó lo que veía, mejor dicho, la enamoró, un poquito más verlo durmiendo a su lado. El sol de la tarde chocaba contra aquel cuerpo que la volvía loca, y marcaba, mediante contrastes de luces y sombras, cada uno de los pliegues de su escultura. Y Paulita soplaba flojito, sin llegar a despertarlo, para hacer que sus pestañas bailasen y sus facciones se arrugasen, haciendo aparecer la cara de niño que guardaba dentro.
No quiso molestarle, así que levantó la vista, observando el paisaje que se extendía hasta donde el horizonte se mezclaba con el cielo, ambos azules. Y se perdió allí, soñando despierta y aspirando el olor a salitre que le despejaba las fosas nasales, que le arrancaba de todas las preocupaciones y le proporcionaba una increíble sensación de tranquilidad. Así, no pudo darse cuenta de que unos ojos aviesos la observaban. Y que esos mismos ojos recorrían todo su cuerpo, sin apenas moverse, adorándola en silencio: la luz de la tarde acariciaba su pelo castaño, dejando reflejos dorados que combinaban con su tez bronceada. Paulita entonces, cansada de otear el horizonte, y ávida de carne magra, lo miró, y se sorprendió de verlo de esa guisa: enseñaba los dientes y marcaba la barbilla, haciendo chirriar los molares, como siempre que por su mente volaban las ideas "verde primavera".
Mario tenía una cara de pillo que no podía con ella.
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