martes, 25 de enero de 2011

ramalazos




Aquel día Sarita se fue a pasear a la montaña. Y lo hizo bien equipada, se puso sus guantes de lana, y su bufanda, la gris, la que le había hecho su abuela. También se puso su gorro, el azul de los pompones.
Por si fuera poco, en una mochila echó algunas galletas, unas que llevaban chocolate y le encantaban. Y así emprendió la marcha al monte de al lado de su casa.
Conforme andaba, subía, y a cada metro notaba sus músculos tensare y destensarse y eso le hacía una gracia enorme.Y se reía ella sola, es que ¿sabeis?, era un poco problemática, pero eso no se lo digáis a ella, lo de que yo os lo he dicho, que si no se enfadaría conmigo, y entonces ya sería un poco más seria.
Dejó atrás el camino de asfalto y ya pudo alcanzar la ladera. -¡Aaalaa! un ciervo!, ah no, jopé, es un árbol chuchurrío con ramitas secas.
 Tras este descubrimiento, siguió subiendo, despacio, porque le costaba, que eso de subir con una mochila cargada no era tarea fácil. Y en eso estaba, subiendo, cuando cogió su cámara y comenzó a hacer fotos, sobre todo a las nubes, que desde allí se veían más blancas que nunca, incluso un poco rosas también, y le daban ganas de meterse una en la boca y que se le deshiciese allí, y que se le escapase entre los dientes cada vez que le salía su risa. Y todas esas cosas bobas que a ella le encantaban.
Llegó arriba, y como corría mucho viento se dio otra vuelta más de su bufanda, esa gris que le hizo su abuela y observó todo el paisaje bajo sus pies cubiertos con sus botas marrones. Adoraba estar allí y ver su casa pequeñita a lo lejos, y la ropa que había tendido y como el azul del cielo se volvía cada vez más oscuro, hasta degradarse en un oscuro lila. ¿O era malva? No lo sabía, eso dependía de su cabeza, de como estuviese ese día. Ese día no tenía preocupaciones, bueno si, se le notaba en la cara y en la ropa holgada, pero las había dejado en su escritorio, pinchadas con chinchetas de colores.

martes, 18 de enero de 2011

kilopenas

Aquel día, Sarita se sentía tremendamente triste. Tan triste, que lo veía todo gris, un pesado color gris que se adueñaba de los árboles, el agua y los edificios.
Incluso su pájaro se había muerto de verla a ella así de triste.
Su gato no apartaba sus ojos verdes de ella, velándola en silencio. Encima, ahora le había dado por andar arrastrando las pestañas por el suelo y pegando la barbilla al pecho y eso no era nada bueno para ella.
Sarita había advertido una cosa. Las bromas en su mundo habían dejado de tener gracia y espontaneidad y por ello la echaba tanto de menos. Las semanas se repetían perennes.
Necesitaba decirlo, lo sabía, pero también pensó que ya lo diría cuando estuviese lejos, incluso más lejos del kiosco de la esquina. Así, si alguién se enfadaba no iba a ir a buscarla a la Luna, ni a las estrellas. ¡Y mucho menos a Mongolia!. Por favor, menuda tontería haría esa persona, porque seguro que no la encontraría, que ella ya tenía pensado acurrucarse en una de las cuevas que hay por las montañas y quedarse calladita y muy quieta si ella pasaba cerca.

domingo, 9 de enero de 2011

croquetas



Era uno de esos días en que a Paulita le encantaba escurrirse por debajo de su jersey, el de su chico. Y aspiraba su olor, no el de su perfume, si no el de su piel. Y entonces estornudaba por las motitas de polvo, pero a ella le daba igual; que más daba, si luego la abrazaría fuerte, o flojito, también le daba igual; la única condición era que le diera un beso, uno suave, o bueno, también fuerte, pero por lo menos que se lo diera. Bueno, si se lo daba fuerte, lo más probable era que luego no la soltase y acercase su cara a la de ella y frotase su barba contra la de ella, porque sabía que Paulita era un poco masoquilla y le encantaba.

viernes, 7 de enero de 2011

noon













Sabés vos una cosa?


Anoche le hablé de tí a la Luna.
Me dijo lo que piensas, todo, y una sonrisa aviesa se dibujó en mi cara perlada de lágrimas, no saladas, dulces y amargas.
Yo le confesé muchas cosas, todas sobre ti, lo juro, y ella, sofocada por lo que le decía, se cubrió la cara con las nubes y la vi llorar, con otras lágrimas plateadas que salpicaban el vacío y se dejaban ver cuando las nubes se apartaban para dejarnos solas.

Una brisa suave me dejó el esbozo de una caricia, provocando una corriente eléctrica que se deslizaba por toda mi columna y allí, amparada en el terciopelo negro de la noche, susurré tu nombre a las estrellas.

miércoles, 5 de enero de 2011

Turquesas rojas



Ayer por la mañana, Paulita sentía unas ganas enormes de hacerle el amor. Lo veía allí, sentado en la mesa, y  tan concentrado en su trabajo, que no pudo evitar sentir un cosquilleo que aportaba calor a sus muslos.

Pero no quería caer en tan primitivo ataque; así que decidió darse un baño. También quiso relajarse un poquito, echando sales en la bañera de agua tibia, sabía que era mejor no calentar demasiado el agua, de lo contrario, se desharía. Encendió algunas velas que a ella le gustaba tener por si surgía la ocasión, como esta vez era el caso. Para poner la guinda, puso en su reproductor un disco de Marlango, con una canción bastante mona, a su parecer. Se desnudó rápidamente para no coger frío, si eso era posible.
Se metió en la bañera y apoyó su cabeza en una toalla y allí se quedó durante largo rato, esperando que eso se le pasara.
Después salió del baño envuelta en su albornoz rojo que él le había regalado por su cumpleaños.Y lo volvió a ver allí, sentado, pero esta vez tenía la vista puesta en ella y en sus ojos ya no estaba la concentración de antes, si no que la recorrían y se clavaban en ella. Y eso le provocó una sacudida a Paulita, le sonrió y él le correspondió, con una sonrisa aún más amplia.
 Se dirigió a su habitación, allí dejó que el albornoz resbalara por su piel hasta caer al suelo. Vio su guitarra, la que a veces tocaba él y la cogió y se puso a tocar algunas notas. Oyó un ruido detrás de ella. Allí estaba, posado bajo el marco de la puerta, mirándole con la sonrisa picarona que ya preludiaba lo que Paulita había intentado controlar por todos los medios. Fue a hasta ella, y se sentó detrás de ella, situando una pierna a cada lado de ella.
-No así, no- Paulita quería igualdad de  condiciones, hombre ya. Así que él, se quitó su camiseta y se colocó justo detrás de ella, sentados los dos en el borde de la cama, piel con piel. Deslizó sus manos por su espalda, recorriéndola y memorizando cada lunar. Paulita se moría, no de verdad, claro que no. En una de las excursiones de las manos de Marco, Paulita rompió una cuerda de la guitarra. -Ummm...