martes, 18 de enero de 2011

kilopenas

Aquel día, Sarita se sentía tremendamente triste. Tan triste, que lo veía todo gris, un pesado color gris que se adueñaba de los árboles, el agua y los edificios.
Incluso su pájaro se había muerto de verla a ella así de triste.
Su gato no apartaba sus ojos verdes de ella, velándola en silencio. Encima, ahora le había dado por andar arrastrando las pestañas por el suelo y pegando la barbilla al pecho y eso no era nada bueno para ella.
Sarita había advertido una cosa. Las bromas en su mundo habían dejado de tener gracia y espontaneidad y por ello la echaba tanto de menos. Las semanas se repetían perennes.
Necesitaba decirlo, lo sabía, pero también pensó que ya lo diría cuando estuviese lejos, incluso más lejos del kiosco de la esquina. Así, si alguién se enfadaba no iba a ir a buscarla a la Luna, ni a las estrellas. ¡Y mucho menos a Mongolia!. Por favor, menuda tontería haría esa persona, porque seguro que no la encontraría, que ella ya tenía pensado acurrucarse en una de las cuevas que hay por las montañas y quedarse calladita y muy quieta si ella pasaba cerca.

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